La forma en la que más disfruto hacer montaña, en los últimos años, es cuando combino escaladas técnicas con la fluidez del esquí. El alpinismo suele ser algo lento, controlado, calculado, mientras que el esquí es lo contrario: fluidez total, libertad de movimiento, velocidad. Me encanta esta combinación inusual donde, después de subir una montaña técnica y empinada, nos podemos escapar con gracia, usando la gravedad como un amigo, y antes de que siquiera nos dé hambre o sed, ya estar de vuelta en el campamento, disfrutando de unos buenos mates o un asado improvisado.
Una experiencia así fue la que vivimos con Matthew esta última brecha. Vimos un huemul en la senda a Fraile; sabíamos que nos daría suerte, pero no sabíamos que tanta. Fueron tres días perfectos, con primeros descensos de ensueño. Uno en particular —y me la juego de verdad— con la mejor vista jamás esquiada. El objetivo principal: esquiar el cerro Piergiorgio, uno de los sueños de Mati, algo de lo que él venía hablando hacía años. Tenía fotos sacadas desde todos los ángulos, estrategia estudiada; el momento era perfecto. ¡Vamos! Arrancamos con una sonrisa, estábamos yendo a la aventura, a lo desconocido. Abrir una línea de esquí en El Chaltén no es algo de todos los días, y el entusiasmo se sentía en el aire. Las mochilas pesadas de pronto eran más livianas y la subida a Piedra Negra nunca fue tan fácil. La nieve nos acompañaba; foqueamos desde Piedra Blanca, Paso del Cuadrado —donde dejé mi vela de parapente escondida— y hasta el campamento en la base del Fitz.
Es increíble lo agradable que puede ser un campamento cuando todo está en su lugar: buena música, comida rica, la luna llena que se asomaba por el filo Giordani. Ya listos para el gran día, veíamos la línea desde el campamento; no era muy seguro si sería fácil o difícil, pero teníamos todo para pasar. Sabíamos que íbamos a disfrutar. Alarma para las cuatro y media y a dormir. En la noche, nos despertamos varias veces; la luna nos encandilaba, parecía de día. En cada despertar, no me sentía cansado en absoluto; charlábamos como si estuviéramos despiertos hacía horas. Pero había que dormir, nos forzamos a dormir.
Nos despertamos con la alarma. Tenía ganas de seguir durmiendo, pero Mati activó unos mates. Matthew es gran bebedor de mate: toma mucho más que yo, probablemente, y lo lleva a todos sus viajes. Me contaba que lo llevó a todas sus expediciones: Mongolia, Marruecos, Islandia… es probablemente el mate más cebado del campo de hielo sur. Dato curioso de este gran personaje. No teníamos mucho para desayunar, solo unas Don Satur dulces, y después del segundo termo, salimos de la carpa, bien abrigados al principio; estaba fresca la mañana. Arrancamos a luz de frontal en dirección al Piergiorgio, pero rápidamente no hizo más falta. Aclaró y empezamos a ver el Torre desde un ángulo inusual, lentamente iluminarse con la luz rosa del amanecer. Era un cuadro. En El Chaltén pasa algo particular: uno aprende a caminar o foquear —en este caso— con la mirada puesta en la montaña y no en la senda. Es inevitable, a veces uno se tropieza o termina deteniéndose. Practicamos esto para capturar la imagen lo mejor posible, aunque algunas las hayamos visto mil veces. Nos recuerda una de las razones por las que estamos ahí: la contemplación.
Nos acercamos al Piergiorgio, la pendiente se inclina, seracs sobre nuestras cabezas. Entramos por primera vez en esa concentración tan hermosa: la presencia absoluta. Pasamos la rimaya y encaramos directo para arriba, abriendo huella en terreno bien empinado, pero esquiable. Encima de nosotros los seracs dan un ambiente increíble; no podíamos frenar. Rápidamente salimos a la arista glaciaria, donde se termina la nieve y nos vemos obligados a escalar unos treinta metros de hielo duro. La inclinación en este punto se acerca a los 70 grados. 
Nos damos cuenta de que vamos a tener que rapelar esta parte a la bajada, así que al final del hielo hago un abalakov y dejo un cordín enhebrado para tener listo el rapel. Seguimos hasta el final del glaciar, hasta unos diez metros del filo del Piergiorgio. La vista en toda la subida es impresionante. Nos tenemos que frenar a cada rato para sacar alguna foto y guardar el recuerdo. El día es perfecto: tomamos unos mates en una plataforma muy precaria que armamos, de unos treinta centímetros, donde nos preparamos para bajar la esquiada más increíble que haya hecho en mi vida. El sueño de Mati y la culminación de años de dedicación.
Bajo primero. La nieve es polvo, en 50 grados. Increíble. Me preparo para la primera vuelta, la mente se calma. No hay ningún pensamiento. Hago el primer salto, levantando bien los talones, y caigo bien. Un poco acelerado, me deslizo hacia la izquierda, donde freno. Sigo esquiando unos 100 metros, conectando saltos con la mejor vista del mundo: el cordón del Fitz enfrente y el grupo del Torre a mi derecha. Se siente increíble. Lo espero a Mati, que llega a mi lado esquiando muy bien, y luego seguimos juntos hasta el rapel ya preparado. Rapelamos con los esquíes puestos sobre el hielo azul, algo particularmente divertido. Bajamos en un solo rapel de 30 m con el Escaper, que funciona muy bien; solo diez veces tiramos para recuperarlo. Luego, adujo la cuerda y seguimos esquiando nieve perfecta, esta vez más primaveral, en 45 grados, hasta saltar la rimaya esquiando y continuar gozando hasta llegar a la carpa, a algunos kilómetros, en la base del Fitz. Qué increíble es el esquí que te permite hacer tanta distancia y tan rápido.
¡Lo logramos! Y sin ningún problema. Nos sentimos bien en todo momento. Creo que fue la dificultad perfecta, donde uno tiene que estar concentrado, pero que al mismo tiempo puede fluir. Nos ganamos el asado, que cocinamos en el jetboil. Unos mates al sol, sin remera. Correr en patas sobre la nieve para calmar el calor. Disfrutamos del campamento de la mejor manera. Miramos nuestras líneas dibujadas en la montaña y contemplamos nuestra obra.
A las cuatro de la tarde, sin embargo, la manija nos gana y decidimos salir hacia la Supercanaleta, en la cara oeste del cerro Chaltén, para hacer otro posible primer descenso. Esta vez el sueño es mío. Desde hace mucho tiempo vengo pensando si es posible esquiarla y si vale la pena. Era momento de sacarse las dudas e ir ¡La teníamos al lado! 
Así que, salimos livianos, sin arnés ni cuerda esta vez, solo crampones y piquetas. Una vez en la base del Fitz se hace evidente la canaleta, se ve increíble y muy esquiable. Pasamos de foqueo a crampones. Pasamos la rimaya, que ya está medio abierta, siguiendo las huellas de Maxi Artoni, que había subido esa misma mañana hacia la cumbre del Fitz. A medida que subimos, se siente la pendiente, es más empinada que el Piergiorgio, muy estrecha; esta vez las vueltas van a tener que ser aún más prolijas. Llegamos al fin de la nieve, donde para seguir ya hay que escalar de verdad. Hicimos hasta este punto alrededor de 350 metros. El ambiente es inmejorable. La Supercanaleta se mete en la montaña, las paredes de granito nos envuelven, nos sentimos en el corazón del Fitz a punto de esquiar su aorta. Armamos una pequeña repisa —muy precaria— donde solo entra un esquí a la vez, y nos preparamos para bajar.
Arranco la primera vuelta, esta vez muy empinada; se siente más que 50 grados. La nieve es perfecta. Salto y me concentro en levantar bien los talones. Mi corazón está más acelerado esta vez. Un solo error y sería deslizarse toda la canaleta hasta abajo; muy probablemente con algún hueso roto. Caigo bien y freno en el lugar. Sigo conectando algunos saltos más y empiezo a entrar en el flow de la bajada. La nieve bien primaveral, ablandada por el sol de la tarde, nos sostiene en la pendiente. ¡Estamos esquiando la Super! No lo podemos creer. Esquiamos de a tramos cortos; las piernas ya piden cambio y queremos hacerlo lo más prolijo posible. A la mitad de la canaleta, la pendiente mejora un poco y permite esquiar sin tener que saltar, conectando curvas más fluidas. Un delirio, ¡qué regalo! Llegamos al final, saltamos la rimaya y esquiamos a fondo hasta la carpa. El día no puede ser mejor.
Al llegar a la carpa decidimos mover el campamento más cerca de la Aguja Pollone, unos cientos de metros más abajo, para estar más cerca al día siguiente. El objetivo de mañana: una increíble línea que nace debajo de una de las cumbres más hermosas de El Chaltén. Se nos ocurre no desarmar la carpa, sino meter todo adentro y arrastrarla hasta el siguiente campamento. En una secuencia muy divertida logramos mover la carpa pasando sobre grietas y bloques de hielo hasta el siguiente campamento. Ahora a descansar. Fue un día muy largo, estamos exhaustos. En El Chaltén es raro que los planes se den cómo uno los piensa en el pueblo. Siempre hay modificaciones porque hay que adaptarse al mal clima o a veces uno siente que es demasiado; pero ésta vez todo se estaba dando bien. Pienso que el huemul que vimos en el bosque de verdad nos dio buena suerte. Mañana quedaría esquiar la línea más estética.
Esta vez la alarma suena a las cinco. Estamos rotos; nos levantamos lento. Varios mates son necesarios para sacarnos de la bolsa, pero finalmente salimos. No nos quedaba más comida, así que salimos sin desayunar. Cruzamos el glaciar esquiando y en la base cambiamos a crampones. La aguja Pollone ofrece una línea realmente estética que se ve desde el paso del Cuadrado. Es muy evidente y al parecer nadie la esquió hasta ahora. Subimos 850 metros, más de lo que creíamos. Esta vez se siente mucho más tranquila: va a ser diversión de esquí y nada más. Antes de bajar, Mati saca una barrita que había guardado y la compartimos. La pala cumbrera es realmente buena; con una pendiente más agradable la esquiamos a fondo, esta vez bajamos la línea en tramos largos. En quince minutos estábamos abajo, un lujo.
Otra vez en el campamento desarmamos la carpa y emprendimos la vuelta. Muy contentos por lo vivido, todavía quedaba una última misión para mí: intentar despegar desde Paso del Cuadrado y volver volando. Mientras subía intentaba sentir el viento: estaba calmo, condiciones buenas de vuelo. Mi corazón se aceleraba aún más pensando en poder despegar. Llegamos al Col del Cuadrado, busco mi vela y me preparo para despegar. Las condiciones estaban perfectas. Es la segunda vez que despego desde ahí pero, esta vez, en vez de aterrizar en Fraile, quiero intentar llegar hasta la ruta. 
A las doce del mediodía despego y encaro directo hacia el puente del Eléctrico. Mi vela no tiene un buen planeo así que no puedo desaprovechar ni un metro. Mientras, Mati baja esquiando; su vuelta va a ser más larga, pero no tiene problema en que yo vuelva volando. Me acerco a las paredes del Eléctrico para intentar agarrar alguna térmica y lo consigo; siento cómo el viento me levanta y me da unos metros extra muy preciados. Me doy cuenta rápidamente de que al puente no voy a llegar, pero sí llego al hotel Explora. El vuelo es hermoso, es como si fuera una película. El aire es calmo y me deja acercarme a las paredes metamórficas del Cerro Eléctrico, dónde puedo ver detalles de la montaña que nunca había visto antes. Paso por encima del techo negro del hotel y me levanta una térmica que me da más altura para preparar el aterrizaje. Hay viento pero me cuesta saber de dónde. Hago un 360 mirando el piso para ver la velocidad y veo que acelero hacia el sur. Así que rápidamente giro hacia el norte y, en una sola maniobra, aterrizo en la ruta suavemente. 
¡Tierra firme! Finalmente puedo relajar. Pasa un auto al lado mío mientras ordeno la vela y veo su expresión de intriga. Me dice que va al pueblo y me subo. Llego a mi casa extasiado de felicidad, una hora y media desde que despegué del Col. Preparo un almuerzo para dos, para recibir a Matthew cuando llegue, unas horas más tarde. 
Agregando el primer descenso del glaciar Fitz Norte unas semanas atrás, junto con Jere Salinas, con Mati sumamos cuatro líneas nuevas esquiadas en la zona oeste del Fitz Roy (puede ser que alguna ya haya esquiada y que no haya ningún registro). Todas líneas de ensueño, en un lugar inmejorable, listas para repetirse. Todavía quedan algunas líneas interesantes por abrir, pero será para otro año. Ahora a disfrutar de lo vivido, revivir anécdotas con amigos, y a descansar. 
Experiencias como estas nos enriquecen de muchas maneras. La unión con el compañero, en la que uno por momentos confía la vida, se fortalece. La relación con uno mismo se revela. ¿Cómo actúo cuando me enfrento a mis miedos? ¿Por qué razón hago esto? Estas y muchas otras preguntas importantes aparecen cuando paso tiempo en la montaña; cuando hay menos distracciones, me ayudan a entender quién soy y qué quiero. ¿Cómo lograr seguir haciendo esto que me gusta tanto durante muchos años más? Creo que la respuesta no está en ser cada vez mejor alpinista, sino en aprender a sentirse entero con lo que uno ya es y permitirse disfrutar del regalo que es vivir.
Disclamer: No estamos seguros si fuimos los primeros, 

Fotos y compañero: Matthew Tufts
Back to Top